La Náusea... y no precisamente hablando de Sartre.

Regreso después de una ausencia muy prolongada. Primero, porque he tenido unos achaques apotéoticos de mujer embarazada que me han dejado noqueada la mayor parte del tiempo. Ya sabemos que eso de las sensibilidades de embarazada son una cosa... pero siendo honesta y quitándole el color pastel a las cosas, junto con los adornitos rococó y la músiquita cursi, eso de ser mamá tiene sus bemóles: Al menos estos tres primeros meses me han tomado como un huracán (léase por favor: Futura madre primeriza). Segundo, he tenido que hacer un par de viajes que, junto con los síntomas de la gestación, han resultado como los trabajos de Sansón (jajajajaaja). Pero me explico, porque hasta esta tormenta de malestares específicos tiene un lado interesantísimo que me ha sorprendido mucho. Tengo una sensación como de... ¡de "descubridora" del hilo negro! que nada más no se me va de las manos.

La cronología de mis días en signos sintomáticos siempre comienza con unas náuseas mañaneras que son - lo juro- peor que todas mis crudas históricas juntas. El peor desenlace, acontece súbito, después de perfilarme a lavarme los dientes y justo después de un par de cepilladas. En acción relámpago (que por cierto, para estas alturas tengo la rutina bien ensayada) abro la taza del toilett con su consiguiente asiento (acá los alemanéitors le llaman Brille, algo así como lente, analogía que siempre me ha dado mucha risa), y recuerdo de la manera más grotesca que sí, que aunque no lo parezca, el causante de estas cascadas matinales es la pequeña lagartijita que llevo dentro.

Después de ese momento, inicia un viaje a los desconocido que me ha hecho últimamente tratar de respirar sólo por la boca (sistema primitivo del que he echado mano, proveniente de mis días de primaria cuando la abuela se empeñaba en cocinar sopa de verduras), y la cuestión tiene fundamento si la pensamos detalladamente a partir de la siguiente historia:

Día común. Sastre llama que no le dió tiempo de pasar por un par de cosas al autoservicio para la cena, recibo entonces la estafeta de comprarlas de camino a casa. Para nadie es secreto que la compra de viandas sólo me es agradable en mercados muy figurativos... ¡pero el supermercado me es una peste!
Entro apresurada junto con un par de personajes –ídem- recién saliditos de sus lugares de trabajo. Viene la típica femme fatale a contra viento, esto es en definición, la mujer que trabaja y que goza de que su cuerpo sea público -mera observación a la falta de tela- la mayor parte del tiempo, especialmente si el mismo la hará salir de su condición “secretaril”, como si la panacea fuera ligarse a un ruquito bien colocado.

Sigo adelante. Nuestros hombros se cruzan, usualmente cuando eso sucede, las personas dejan un hálito tras de sí que gratuitamente nos tenemos que zampar, una como estela cósmica (jaja) que revela algo del personaje en cuestión. Y es ahí donde comenzó mi odisea. La buena cortesana, tuvo la brillante idea de rociarse en gasolina – asumimos que ella pensaba que se trataba de su mejor perfume- para malestar de mi pequeño inquilino. Tuve que parame en seco. La náusea más rotunda suplicaba su buen término. Mi garganta luchaba junto con mi conciencia del ridículo para no hacer un Happenning en el centro del supermercado en hora pico... ¡seis de la tarde! ¡todos ahí! ¡TODOS!

Casi juré que volvería en ese momento el estómago. Un sudor frío, producto de anticiparme a los rostros de sorpresa y repulsión de todos los desconocidos que ahora caminaban, me hizo símplemente corrrer con todas mis fuezas hacia afuera para intentar coger una bocanada de aire fresco, o en su defecto, para no acaparar tan descaradamente los reflectores. Esta experiencia, me ha obligado a pensar seriamente en llevar conmigo unas de esas bolsitas que suelen repartir en los aviones...

Pero no todo se resume a esos pasajes taaaaaan prosáicos, finalmente los cambios en mi cuerpo me tienen fascinada. Los pechos, el abdómen, todo comienza a perfilarse paulatinamente como una maquinaria perfecta en la cual no poseeo la menor injerencia. Esto que de principio suena tan simple, me llama curiosamente la atención, porque como es tan masticado por estas generaciones contemporáneas tan fijadas en lo propio y egocéntrico de su capacidad de existir, la renuncia al control absoluto del propio cuerpo es un estado cruento que violenta conciencias en millares de personas. El ego despojado de su Leitmotif... Pero a mí, esto me tiene fascinada. Tengo por ejemplo, sueños mucho más vívidos por las noches, estoy muy despierta a un proceso que no controlo y que sin embargo me pertenece. Es algo así como bajar de de esa esfera tan recubierta de bobadas de estuco y confrontarse vis à vis con la más pura naturalidad. Un privilegio si alguien me preguntara...

Bien, bajándome un poco de los estados alterados de conciencia. El viaje más reciente fue a Berlín, y escribo que no deja de sorprenderme esa renovación costante y alegórica de la ciudad. Con todo y vientos muy fríos, mi pequeño tripulante y yo, disfrutamos de una ebullición constante, en estas épocas de futuros inciertos en la gran mayoría del planeta.
Cada vez me queda más claro, que poseeo una suerte de espíritu errante. Me es delicioso salir de mi cápsula rutinaria y enfrascarme por algún tiempo en situaciones que me son nuevas. No sé si toda mi vida seré así... o sí llegará algún día en que mi curiosidad y capacidad de asombro se pongan a huelga, pero el vegetar en un sólo lugar me es un tema fuerte. Algo en lo que no puedo argumentar porque mi visión es clarísima.

Saqué algunas fotos que me gustaron de Berlín, en un tiempo libre las subiré en un próximo post. Mientras tanto, me alegra ya no tenerle fobia al ordenador. Sucede que la pantalla me daba náusea...

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