De los peligros ocultos del talco

Creo que en eso no soy tan diferente; es decir, supongo que todo el mundo ha pasado por el trance de usar talco. Comienza cuando se es un bebé y nuestras mamás se ocupan de mantener nuestras partes nobles de lo más cuidadas... que un poquitín por allá por eso de las húmedades incontrolables. De ello claro está podemos desglosar todo el tiempo de húmedades que se propone una anticipadamente atenuar. Húmedades impacientes, incipientes, tropicales, en fin, la imaginación es libre.

A mí eso de los talcos, supongo, se me dá como fijación “mujeril” desde que recuerdo a mi abuela y sus ritualismos españoles, poniéndose simpre a tono porque “ella es una señora, una doña” (¿?). Recuerdo una polvera ultra femenina de Lanvin que guardaba en su cajón (con todo y aplicador supra sexy, ahora que lo pienso) y sus intentos por demás férreos de hacer de mí una “señorita educada”. Las cosas –presupongo- no pudieron salir más a destono, puesto que simpre fuí una niña que jamás se interesó por juegos “típicos de mi sexo”. Jamás un vestido me duró limpio más que algunos minutos, y es extenso el aclarar que incomodidades tenía que lidiar cada vez que íbamos de visita a cualquiera evento que incluía todos los parientes, amistades y anexos de “rancio abolengo”.

Lo mío eran los jeans, mi resortera al cuello y los caballos. Tuve una educación por demás sensible a mi personalidad, y, como nota genética, un espíritu libre. Los peinados de engominado, restirado o en demasía “femeninos” me resultaron siempre una calamidad, además de que, los que me conocen saben, tengo un cabello por demás lacio e infinitamente independiente: hace lo que se le da la gana.

Bueno, me estoy desvirtuando. Decía que el talco para mí, ya ahora de “grande” no tenía una relevancia concreta. Sí, claro, creo que mi abuela debe darse por bien servida pues de esa pequeña guerrera salvaje, nació una mujer sibarita –pero sin fijaciones-, culta –pero sin erudicción- y claro, femenina, erótica y todas las cosas que enconan lo que supuestamente es la antítesis de lo masculino -aunque no se ha diluído lo primigenio, que conste- la libertad de espíritu.
El talco es una de esas cosas que una utiliza como talismán contemporáneo. Una botellita que puede obrar como proveedora de polvos de alquimista. Me gusta el divertimento de las grandes urbes, de observar, probar, llevar a casa con la consigna de que se descubrió algo especial. Fue en una de esas incursiones, para ser más precisa el fin de semana pasado, que nos encontramos en Ámsterdam (Sastre y yo), con una bienvenida de lo más particular... Me explico:

Llegamos el sábado por la mañana a Ámsterdam porque había que ir a una presentación en un codiciado lugar, y como era de esperarse, aparecí yo en mi rol de “princesa consorte” con ganas de ver, escuchar, y ¡un martini!

Como suele suceder, cada vez que viajamos en esas ligas, “los naturales del lugar” se predisponen a hacernos sentir indelebles, por lo que terminamos cargados de los más variados objetos y experiencias. En Ámsterdam, salí por ejemplo, con toda una parafernalia de productos de Beuté, y entre ellos una caja de talco que, pese a no ser mi adicción, olía a cielo.

El viaje resultó muy ad hoc con mis expectativas. Caminé mucho, escuché, ví... y claro, me dí un poco a la fiesta. Ya el domingo, después del riguroso Bloody Mary para atenuar las experiencias del día anterior, nos encaminamos al regreso, con todo y talco y productos de Beuté, al aeropuerto, mientras abordábamos y recortábamos todas las situaciones de la noche anterior. Todo bien hasta llegar al aeropuerto de casa.

Estamos formados en la fila de aduana –últimamente se ha recrudecido todo aquello que tenga que ver con seguridad- mientras ponemos a mano identificaciones y etcétera. De pronto, y cosa rara en el aeropuerto (al menos para mí pues nunca lo había visto) salen de entre las filas de gente dos policías con sus respectvos perros. Comienzo a pensar que es rutina especialmente viniendo de Ámsterdam, y me digo que debe ser una experiencia extrema eso de traer cosas raras en la maleta, mientras otros pensamientos comienzan a opacar a éste... y volteo detrás, mientras mis ojos se fijan en un caminito blanco que curiosamente ¡sale de mi maleta! Todo comienza a verse entonces como una película. El agente aduanal me mira con cara de escrutinio, para donde camino dejo rastros blancos en hilera, y vaya que se vé tan parecida. Estoy helada. Me transpolo a la cinta de Miami Vice y justo en ese momento un guardia con todo y perro me dice ya muy directamente que quiere que abra mi maleta. El perro está quietecito pero todos me miran. Piensan: ¡Segurito que se trajo un souvenir de Holanda! Yo me siento muy rara, abro la maleta en la mesilla de metal. Sastre viene súbito al encuentro y justo en ese momento, el guardia –con todo y perro-, me acerca a la mano ¡una bolsa de plástico! y me dice: -Parece que algo se rompió en su maleta si no lo aísla va a estropear todas sus cosas. ¡Además de perfumar todo el aeropuerto!-
-Malditos productos de Beuté- me digo.

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